


Ya hacía un par de días que habíamos cruzado los alpes neozelandeses, la travesía fue especialmente dura para Maribel que acababa de superar un importante jamacuco. Sin embargo, nosotros también sufríamos en cada cuesta arriba su bajada de revoluciones hasta casi quedarse parada. Justo cuando parecía que íbamos a tener que bajarnos a empujarla, sacaba fuerzas de flaqueza y llegaba hasta el final. Como compensación, nosotros aplaudíamos aliviados “¡bravo Maribel!”, jaleábamos “¡galopa, Maribel, galopa!”. Y así de manera inesperada llegamos a orillas del lago Wanaka, una maravilla natural que nos dejó sin palabras. Aguas cristalinas, turquesas, montañas imponentes, picos nevados, nubes de algodón aunaban fuerzas frente a nuestro silencio; sólo podíamos disfrutar del paisaje antes de que anocheciera. Pero como viene siendo un clásico en este país, a la mañana siguiente llovía gatos y perros (versión inglesa de “llovía a cántaros”) y tuvimos que salir por patas al camping civilizado más cercano desde donde planearíamos algunas excursiones como el ascenso al monte Roy.
La lluvia siempre es mala compañera de viaje, pero esta premisa se multiplica a la enésima potencia en Nueva Zelanda donde las atracciones turísticas más destacadas se encuentran al aire libre. Por eso nos fuimos al cine. Wanaka es a la vez un lago y un pueblo, y el pueblo tiene a su vez un cine que se llama Paradiso y que sirve galletas de jengibre recién horneadas en el descanso. No pudimos resistir la tentación de probar esas cookies y de sentarnos en la pequeña sala de proyecciones que era lo más parecido a un cajón desastre de sofás vintage, asientos de coche, butacas retro, sillones del año de la polca… y hasta un coche amarillo partido por la mitad! Sobre la película decir que fue un bodrio tipo comedieta romántica cargada de estereotipos. Lo importante en este caso era el continente, no el contenido.



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